miércoles, abril 25, 2007

Sangre de Campeón: 8.-Un campeón no se queda postrado

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Carlos Cuauhtémoc Sánchez
Sangre de Campeón
Novela formativa con 24 directrices para convertirse en campeón.
Ciudad de México
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Era viernes en la tarde. Los empleados se irían y la escuela estaría cerrada todo el fin de semana. Grité con todas mis fuerzas:

- ¡Déjenme salir!

Nadie contestó. Trepe por las escaleras y golpee la tapa hasta que me lastimé el brazo. Lágrimas de pánico y coraje comenzaron a mojarme la cara. Era inútil. Estaba atrapado. Oscurecía. Cada vez entraba menos luz por las rendijas. Volví a gritas:

- ¡Abran, por favor! ¡Estoy aquí encerrado!. Alguien que me escucho... ¡abran, abran, por favor!

Cuando mis padres volvieran del hospital, no me encontrarían en casa; Carmela se encogería de hombros y ellos enloquecerían buscándome. Pero nadie me hallaría, hasta el lunes, y para entonces, estría muerto.

Las palabras de papá se repetían en mi mente una y otra vez: Eres grandioso, pero también vulnerable. Cuídate. Note metas en más problemas”.

Afuera se oían murmullos muy lejanos.

- ¡Auxilio! ¡Ábranme, por favor!

Los rumores disminuyeron.

Se hizo de noche y el colegio quedó solo.

Hablé conmigo mismo:

- ¡Cuanta maldad! Una cosa es hacer bromas, poner apodos o echarle el perro a alguien, y otra muy diferente es encerrar a un compañero durante dos días y tres noches. ¡No le puedo creer! ¡Lobelo quiere matarme!.

Sentí dolor en la oreja. Me froté con la mano. Estaba húmedo. De la herida me salía sangre de nuevo.

Miré el líquido rojo que me llenaba la mano. Esta vez no me mareé ni vi monstruos peleando. Faltaba luz. Sólo sentí frío y tuve ganas de volver el estómago.

Ayúdame, Dios mío –supliqué-. No quiero morir aquí. De pronto, recordé algo. Había un conserje que vivía en el extremo oriente de la escuela. Tenía esposa y una joven sobrina de quien se habían hecho cargo cuando quedó huérfana. Aunque la casa de esa familia estaba lejos de donde yo me encontraba, grité con todas mis fuerzas.

- ¡Auxilio! ¡Ayúdenme! Estoy atrapado. ¡Auxilio!

En el silencio de la noche, tal vez mis clamores llegarían al conserje o a algún vecino y llamarían a la policía.

Después de varias horas, sentí la garganta desgarrada.

¡Auxilio! ¡Auxilio! Por favor ¡Alguien que me escuche!

Ya no podía más. Me dediqué a llorar. Encendí la lucecita azul de mi reloj: Iba a dar la una de la mañana. Tenía mucho sueño, así que me acurruqué en un rincón, dispuesto a dormirme.

Repentinamente oí algo. Abrí mucho los ojos. ¡Era el sonido de pisadas cercanas! Encendieron el foco del patio y una luz tenue entró por la rendija arriba de mi cabeza.

- ¡Auxilio! –grité. Pero mi queja sonó débil y ronca.

- ¿Quién está allá adentro? –preguntó la voz de una mujer.

- ¡Yo! –contesté-. ¡Soy yo! Felipe. Un alumno. Me dejaron encerrado en el sótano. Ayúdenme a salir, por favor.

- ¿Felipe? –dije la voz-. El candado está cerrado. Voy a ver si puedo romperlo.

Me apreté las manos nerviosamente. Escuché golpes.

- Imposible –continuó la voz-. Es un candado muy grande.

- ¿Por qué no despiertas al conserje? –pregunté llorando-. El debe tener la llave.

- ¡El conserje no está! Escúchame, Felipe. Hay otra salida. Ve hacia la esquina y busca tres escalones que descienden. Bájalos. Llegarás a una puerta que da al respiradero del sótano. Ábrela y entra despacio. Es un pasillo muy angosto. Conduce al drenaje. Toca las paredes hasta que encuentres otras escalera de metal. Súbela y podrás salir.

- Tengo miedo –contesté-, ¿y si hay ratas o arañas? ¿Cómo las voy a ver?

- ¿Quieres salir o no? Felipe, esfuérzate. Sé valiente. Lucha por tu vida.

La voz de la mujer sonaba segura y con autoridad, como si conociera a la perfección cada rincón de ese sótano.

- ¿Y si me golpeo con algo? ¡Estoy lastimado! No puedo.

- Jamás digas “no puedo”. Claro que puedes. ¡Vamos!

Toqué a mi alrededor como un ciego buscando los viejos escalones. Los hallé. Empujé la puerta interior. No se movió. Lo intenté con más fuerza. Abrió un poco. El temor me inmovilizó. No quería entrar en ese pasillo. Estaba demasiado oscuro y angosto. ¿Y si me atoraba?

- Mejor voy a quedarme aquí, donde estoy... – anuncié temblando-. Mañana, alguien me sacará.

- ¡No! –dijo la voz.-. Debes salir ahora. Como bien dijiste, tal vez haya animales peligrosos allá abajo, muy cerca de ti. ¡Levántate! ¡Sé valiente! Pelea contra el temor que te domina.

Esta engarrotado. Mi cuerpo y mis pantalones mojados, mi mente desmoralizada y apocada. Era un perdedor. Siempre perdía...

Como si la persona de afuera me hubieses adivinado el pensamiento, preguntó:

- Felipe, ¿sigues ahí?

- Mhhh.

- Tú, ¡eres un triunfador! Vamos. No puedes fallarte a ti mismo. Si permaneces postrado durante mucho tiempo, se te entumirán las piernas y se te debilitará el carácter. Debes ponerte de pie para luchar. Nada ni nadie debe derrotarte. Deja salir al león que hay en tu interior y demuestra tu bravura. Sé valiente. ¡Nunca, nunca te quedes tirado!

“¡Vaya!”, Me dije, “¿cómo puede la esposa o la sobrina del conserje decirme todo eso?” Lo cierto es que, quien fuera esa mujer, me transmitió su entereza.

Volví a ponerme de pie. Empujé un poco más la puerta y entré con mucho trabajo al respiradero del sótano. Olía a humedad. Se escuchaba una gotera. Palpé las paredes. Estaban llenas de hongos y moho. Escuché ruidos como de animales escondiéndose. Me quedé paralizado.

De pronto, escuché un aleteo a mi alrededor.

- ¡Aquí abajo hay murciélagos! –grité.

Sentí el revoloteo de sus alas, pero ninguno chocó conmigo. En la total oscuridad, ellos podían moverse a la perfección.

Sigue adelante –me contestó la voz-, no te harán nada.

Obedecí.

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